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Personas en la parroquia

Tino Escribano
Sacerdote

Rafael Escribano y Petra Ruiz vivieron en Pedrosa del Príncipe, que está justo en el lugar donde el Pisuerga separa Burgos y Palencia. Era entonces Pedrosa un pueblo burgalés de 800 habitantes porque ahora apenas duermen 200 en ese lugar tan bonito donde el matrimonio formó su vasta familia de 13 hijos: Lucía , Rafael , José Luis , María Jesús , Arturo , Albino , Julia , Pilar , Jesús , Carmen , Rosa María , Florentino e Ignacio .

Los Escribano se dedicaban a la agricultura, ellos tenían algunas tierras pero no las suficientes como para ser autónomos, de manera que contrataban los tractores del señor Ulpiano Escribano , un potente propietario del pueblo, y luego se repartían las ganancias.

La familia vivía en la calle Santa Cristina, muy cerca de la plaza, en una casa alquilada que tuvieron la desgracia de que se quemara justo al nacer el hijo más pequeño del matrimonio. Era aquella una casa grande, muy castellana, con bodega, corral para las gallinas, conejos y cerdos, y habitaciones para el grano, que perecieron entre las llamas. Fue entonces cuando Julia , la madre de Petra, que era una mujer de genio, muy guapa, alta, hija de pastores, de armas tomar, que murió con 100 años, le dejó una casa a su hija para que de forma transitoria pudieran continuar con relativa normalidad sus vidas.

En ese momento a Rafael comenzó a rondarle por la cabeza la idea de construir su propia casa, de manera que con ayuda de su mujer y de sus hijos inició la ardua tarea de levantar el que sería su nuevo hogar. Los hijos mayores, con sus agallas, se encargaban de hacer los adobes, que si tierra, que si paja, todo aquello apelmazado... Otros lavaban, otros cuidaban los conejos, algunos las gallinas, porque cada uno tenía su sitio y sus obligaciones.

Era 1960. Cinco años después, en 1965, ya estuvo lista la planta baja de la casa. Tenía Rafael la intención de levantar una segunda planta, ansioso de que sus hijos heredaran la propiedad y partieran en distintas viviendas lo construido y continuaran su vida en el pueblo.

Pero aquella segunda planta nunca se haría porque los hijos de los Escribano, uno a uno, comenzaron a emigrar. Rafael se fue a Madrid donde trabajó como transportista. José Luis, a Bilbao, como mecánico, María Jesús, en Madrid, en la fábrica de Columba, la de los torrefactos y los caramelos. Arturo, en Madrid también, en la Sociedad Internacional de Transportes como su hermano Rafael. Albino, entre Bilbao y Burgos, dedicándose a la construcción. Julia, en Madrid y en Burgos, empleada en la limpieza y el cuidado de niños. Pilar se hizo modista y trabajó durante años en una boutique de alta costura de la capital de España, frecuentada por la Reina y por las señoras de la aristocracia madrileña. Jesús también se fue a Madrid, donde trabajó en restaurantes. Lucía, Carmen y Rosa María, murieron de muy pequeñitas. ¿Pero qué ocurrió con Ignacio y con Florentino, más conocido como Tino?

Todos se habían marchado de casa y en Pedrosa del Príncipe solo quedaban los dos hijos pequeños, los únicos que pudieron estudiar, eso sí, gracias a becas porque eran tiempos de estrecheces económicas. Ignacio estudió en Burgos y finalmente se colocó como empleado de banca en Madrid. La historia de Tino Escribano hay que enlazarla con ese buen día en el que al pueblo llegaron unos frailes italianos de la congregación de los Hijos de María Inmaculada.

 La congregación

Aquellos frailes le pidieron a don Pantaleón , que era el maestro del pueblo, que les facilitara un listado de los niños más aplicados de la escuela. Y en esas que en aquel listado incluyó don Pantaleón al pequeño Tino. Días después de esa consulta, Tino recibió una carta en la que la congregación le preguntaba si estaba interesado en recibir en su casa la visita de los frailes. Sin encomendarse a nadie, no más que a su corazón, Tino contestó que sí. De modo que poco más tarde acudieron los frailes a casa de los Escribano y convinieron con el patriarca en las ventajas de que el pequeño Tino pudiera continuar su formación académica de manos de la congregación religiosa.

Don Pantaleón se esmeró en la preparación de Tino para 1º de Bachillerato. Leonor Escribano , una joven del pueblo, mayor que Tino, le prestó los libros y Tino se preparó de Ingreso. Llegó meses después al instituto de Burgos, más perdido que otra cosa, y allí, en un solo día, le metieron todos los exámenes: Dictado, Matemáticas, Geografía... ¿Y cuál fue el resultado? Sorprendente: aprobó todo excepto Dibujo, Gimnasia y ¡¡¡Religión!!!, y eso que Tino había sido monaguillo y don Pantaleón anda que no machacó y Tino anda que no estudió. Pero así es el destino: con las tres marías fue para septiembre.

Superada la prueba tras el verano, Escribano se marchó con los curas a un colegio que éstos alquilaron en San Rafael (Segovia), en una residencia de verano para turistas llamada Francisco Franco. ¡Y madre mía, qué frío hacía en San Rafael!, no importaba si era verano o si era invierno, porque en la calle había más de metro y medio de nieve, y el metro y medio no bajó en un mes y medio. Un mes y medio sin poder salir a la calle: del dormitorio a las aulas y de las aulas al comedor. Tino, que llegó con pantalones cortos, no tardó en remitir una carta a su madre para que le enviase un paquete con pantalones largos. Tenía 11 años Tino el día que a sus piernas les supo a gloria el estreno de aquel ansiado largo pantalón.

Cuando acabó el curso, los curas enviaron a los alumnos a Escoriaza, en Guipuzcoa, cerca de Mondragón, donde habían alquilado otro colegio en el que Tino estudió 3º y 4º de Bachillerato, hasta que la congregación terminó el colegio en propiedad que estaba construyendo en Valladolid en el que Escribano, con 17 años, concluyó 5º y 6º de Bachillerato.

Eran los años clave en los que había que plantearse el camino: 'lo dejo, sigo...', su cabeza daba vueltas. Pero Tino estaba aclimatado a aquella vida con los Hijos de María Inmaculada. En el colegio hacía teatro, deportes, daba rienda suelta a su vocación musical... llegaban otros frailes y profesores de Africa, de Brasil, que le contaban cosas, que le descubrían otra cara del mundo...

 

Fue en ese tiempo cuando los frailes le ofrecieron a Tino la oportunidad de marcharse a Italia para potenciar sus estudios a través de un noviciado, un año en el que los curas explicaban cómo era la congregación, sus exigencias, cómo estaba organizada. Y Tino se dijo: 'venga, palante ". Estuvo primero un año en San Sebastián, pero aquello fue duro, muy encorsetado, chocaba con su juventud, su rebeldía... aún así se decidió y se marchó a Tradate, un pueblo italiano situado muy cerca de Milán, donde inició sus estudios de Teología por la Facultad Teológica de la Lombardía. Allí tuvo los mejores profesores que jamás pudo imaginar: Tettamanzi , que ha sido papable, monseñor Ravasi , además de grandes biblistas y docentes muy de vanguardia en aquella iglesia italiana más democratizada, más plural, más abierta, donde llegaban ¡cuatro! periódicos al seminario de muy diversa ideología, que aquí en España ni periódico, ni Concilio Vaticano II, ni nada de nada.

Aprendió mucho Tino en aquel tiempo: se forjó abriendo horizontes, aprendió teología social, nuevas costumbres, integrado en la vida italiana; los sábados y domingos, a modo de prácticas, acudía a parroquias del entorno, donde realmente se fogueó su vocación hasta llegar la gran decisión: el 19 de junio de 1976, en Valladolid, en una ceremonia de ordenación oficiada por el obispo José Delicado Baeza , Tino Escribano se convirtió en sacerdote.

Al día siguiente, coincidiendo con las fiestas, llegó a su pueblo, a Pedrosa del Príncipe, y la gente murmuraba: "Anda, este que había sido monaguillo, que hacía tantas travesuras de niño...". Y sentada, en la iglesia, aquella muchacha que aún le estaba esperando y a la que dijeron: "No esperes más, que lo tiene muy claro...".

Durante tres años Tino estuvo como educador en el colegio de la congregación en Valladolid. Una congregación en pleno auge, que se planteaba ya abrir otras casas en España, que trabajó directamente con Proyecto Hombre en Madrid... Los frailes querían probar suerte en Andalucía o Extremadura. Tino les acompañó y, cosas de la vida, llegaron a Cáceres. Les recibió el entonces obispo Jesús Domínguez , ávido de que aquella congregación participara en la animación de la juventud cacereña, en el Colegio Diocesano, en las parroquias de Fátima y Santiago.

Una noche de septiembre de 1979, con una lluvia y un frío de morir, llegó a Cáceres Tino Escribano dispuesto a comenzar una nueva vida. Entró por la Cruz, un Cánovas apenas sin asfaltar, pero con una maleta cargada de ilusiones. Entonces, aquel joven cura se metió a estudiar Magisterio, en aquellos primeros años de la Universidad de Extremadura, con esa congregación que aterrizó con casa propia en la Concepción. Tino contactó con los jóvenes, formó un grupo llamado Peneka en el que estaba Marisa Caldera . El grupo se presentó al Festival de la Canción de Cáceres, que organizaban desde la Escuela de Maestría Industrial Demetrio González y su hermano, con una canción titulada Diálogo con un pasota , y ganaron.

En medio de ese boom, el obispado, ante la expansión urbanística de Moctezuma, promovió la creación de la parroquia Virgen de Guadalupe. Fue así como Tino dejó la congregación para seguir en la diócesis como cura diocesano junto a Juan Carlos Castro Guardiola , que había sido misionero en Brasil y llegaba a Cáceres con la sublime intención de cambiar la mentalidad de Iglesia.

Virgen de Guadalupe aglutinó a todo un barrio, protagonizó una revolución, una auténtica cohesión social, de asociaciones, de colectivos, de deporte... porque el barrio hizo suya la parroquia y consiguió romper esquemas hasta convertirla, verdaderamente, en la casa de todos. Castro Guardiola falleció en el 92, a partir de ahí Tino tomó el testigo, con la ayuda de Rafael Hernando García , fallecido el año pasado, y en la actualidad junto al vicario pastoral Jesús Moreno Ramos .

Y ahí sigue Tino, haciendo parroquia, sin olvidar sus orígenes, sin olvidar de dónde viene, de Pedrosa del Príncipe, aquel pueblo donde el Pisuerga separa Burgos de Palencia, aquel pueblo donde su padre levantó una casa de adobe, donde don Pantaleón se afanó en las primeras lecciones y donde, un buen día, unos frailes italianos hicieron florecer en su corazón la vocación irrefrenable de predicar el Evangelio.